Bueno, pues aquí comienza lo que pretende ser un modesto diario de viaje sobre nuestro periplo en Croacia la semana pasada. Para los que aún no lo sepáis, Pablo y yo nos embarcamos en una semanilla al descubrimiento del país balcánico más mediterráneo. Cuestión de pegarme un último garbeo antes de lanzarme a la aventura de ser papá, que luego va a ser más difícil la cosilla.
Y el viaje no empezó desde Toulouse, empezó desde Barcelona, a orillas del Mediterráneo. Arancha y yo compartíamos camino hasta el Prat y luego nos separábamos por una semana. En el aeropuerto me uní ya a Pablo y nos envolamos hacía la capital de la antigua República de Ragusa, Dubrovnik. La idea era de pasar tres noches por allí, visitar la ciudad y la zona y hacer alguna escapadilla a alguna isla.
El primer día no dió para mucho, ya que llegamos pasada la hora de comer, pero nos permitió tener una primera impresión del país. Croacia es un sitio en el que todo, al menos parece, funciona bien. El tiempo que pasó entre el aterrizaje, recogida de maletas, cambio de divisa y subirse al autobús al centro, fue menor de 20 minutos. Y esta ha sido una tónica que se ha repetido durante todo el viaje.
Llegamos a la Puerta de Pile y, tras esquivar a unos cuantos ofreciendonos habitaciones, entramos a la ciudad vieja. Es una sensación extraña, de asombro y agobio a la vez. Asombro por la belleza de la ciudad, muy castigada en la guerra de los Balcanes y ahora perfectamente reconstruida, y agobio porque aquello parece una romería de visitas guiadas y borreguiles cruceristas.
Conseguimos encontrar nuestro alojamiento, Rooms Vicelic, donde nos recibió una mujer amable y muy peculiar, Anka. Las habitaciones estaban estupendamente situadas aunque un poco oscuras y caras, aunque es el precio a pagar por estar en el centro de la ciudad. Al menos todo estaba limpio y bien cuidado. Anka fue la primera demostración de que allí casi todo el mundo habla, o al menos chapurrea, algo de inglés. Los croatas tienen un acento entre el eslavo de su lengua y el italiano de su latitud.
«Hello my darling. How are you? let me show you the room darling. Please follow me darling. Here you have the keys darling…»
Desde ese momento, Pablo y yo la empezamos a llamar «My Darling». Con todo el cariño del mundo, eso sí.
Una vez instalados, y con el estómago vacío, nos fuimos a descubrir y patear la ciudad. La cuestión es que después de unas cuantas vueltas, los rugidos del estómago superaron a nuestras voces, así que al pasar por el puerto nos tomamos un rissoto negro en el Lokanda Peskarija. Muy rico, si, pero madre mía, que mal nos sentó. Nos sentó mal en el momento y los dias siguientes a la hora de ir al baño,… pero bueno, eso ya es otra historia.
El resto de la tarde la echamos dando la vuelta a la muralla de Dubrovnik, desde donde se tienen las mejores vistas de la ciudad, de la isla de Lokrum y de la estupenda terraza que hay fuera de las murallas dando al mar (sí, sí, la de la foto)… Por la noche, tras descansar y ver el fútbol, acabamos tomando algo en el desangelado East West de la playa cerca del casco viejo. Supongo que en pleno verano ande más animado, pero esos días la cosa andaba flojilla.
Hora de descansar para poder descubrir mejor la ciudad al dia siguiente…