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Las nueve horas de diferencia horaria

La costa oeste de Estados Unidos está lejos de todo. Aunque solo un lado de California asoma al Pacífico, muchas veces uno tiene la impresión de vivir en una isla en medio del mar. Esta sensación es absoluta cuando resides en la zona de la bahía de San Francisco. Conduciendo hacia el norte, uno se encuentra principalmente con preciosa naturaleza y zonas de viñedos. Yendo al sur, todo es costa, pueblos y más costa, esa típica costa californiana que tanto has visto en películas y series, hasta llegar a las proximidades de Los Ángeles. Al oeste, el paisaje se va secando mientras sube lentamente a las sierras y, tras ellas, desemboca en un infinito paisaje desértico. Salir de aquí requiere muchas horas de coche o subirse a un avión. No hay otra opción. Al ser una zona tan poblada y de alto poder adquisitivo, es normal encontrar atascos en las carreteras y aviones saturados. Esta zona es lo que suelo llamar “la jaula dorada”: grandes oportunidades laborales, preciosa naturaleza, pero salir de aquí siempre es un quebradero de cabeza.

Esto se acentúa más cuando uno viene de vivir en Europa toda su vida. Ya fuera en España o en Francia, el cambio de ciudad o paisaje nunca estaba a más de dos horas. En el caso del norte de España, de donde soy, a veces no llegaba ni a la hora. El grado de planificación que uno necesita para salir de aquí es una de las cosas que más cuestan a los europeos cuando se mudan a esta zona. Levantarse un sábado sin plan alguno suele acabar en lo mismo: comida improvisada en algún lugar, paseo por algún sitio y/o evento deportivo, musical o cine. Hay algunas escapaditas que se pueden hacer, pero estas suelen requerir salir temprano si quieres evitar atascos y masificación en los aparcamientos. La otra alternativa es el avión, pero requiere planificación y estar dispuesto a vaciar el bolsillo. A todo esto le podemos sumar lo lejos que queda cualquier otra parte del mundo de aquí. Bueno, quizás México o la parte oeste de Canadá no, pero Europa sí, bastante.

Visitar Europa en verano o en las fiestas de fin de año está en la lista de todos los que vivimos aquí. Familia, amigos, costumbres y celebraciones que, tras semanas y meses de intenso trabajo, son más que necesarios. Pero el viaje no es sencillo. Los vuelos directos desde la costa oeste a capitales europeas no son abundantes y es casi siempre necesario hacer conexiones, a ser posible en aeropuertos europeos para evitar la locura de los controles de inmigración americanos. Los viajes son largos y agotadores. Tras muchos saltos sobre el Atlántico, siempre repetimos la misma estrategia: vuelo de unas once horas con United o Lufthansa a Múnich o Frankfurt, espera variable en el aeropuerto y vuelo desde una de las ciudades alemanas a Bilbao para acabar con un viaje en coche a Santander. Si sumamos el trayecto de casa en EEUU a la llegada a casa en España, es raro bajar de las 24 horas. Lo que suelo llamar “hacerse un Jack Bauer”. Sí, el famoso personaje de aquella serie. No volamos a Madrid o Barcelona porque, siendo de Santander, no nos soluciona nada. Y no enlazamos en otra ciudad porque, bueno, ya sabemos que volar siempre con los mismos tiene recompensa.

Tras ese viaje, toca vivir los primeros días con adaptación a la diferencia horaria. El famoso “jet lag”. Nueve inmensas horas. Cuando uno vive aquí, las nueve horas de diferencia marcan el ritmo de tu vida respecto a tu familia y amigos en España. Siempre es igual: el camino a la cama aquí suele coincidir con el intercambio de mensajes de amigos y familia madrugadores allí, el despertar por la mañana suele traer decenas de mensajes nuevos en innumerables chats de WhatsApp, la cena allí es la comida aquí y, según entra la tarde, empieza el silencio en el viejo continente hasta la hora de irse a la cama. Es un ritmo al que te acostumbras porque, cuando vas de visita a España, se te hace muy extraño levantarte por la mañana sin toneladas de mensajes o que por la tarde-noche te entren mensajes de familiares y amigos.

Como iba contando, al llegar del viaje toca adaptarse al cambio horario. Si ajustas bien el viaje y llegas tarde a casa, todo es aguantar un poco e irse a la cama a la hora adecuada. Después de hacerse un “Jack Bauer” tardas segundos en dormirte. Y sueles aguantar bien hasta una hora decente. El día después, la excitación de ver gente y sitios te mantiene despierto, pero por la tarde se suele hacer duro. A la hora de dormir es cuando empieza a romperse todo, porque tu cuerpo entiende la hora de dormir como la hora de la siesta, desvelándose de madrugada. Y ahí es donde llega el quebradero de cabeza para cada uno. Los primeros viajes fueron bastante duros, pero desde que he descubierto que uno puede tomarse una melatonina para engañar al cuerpo y decirle que “no, no es una siesta, es la hora de dormir”, lo llevo bastante mejor. Pero esto también depende de cada uno.

El viaje de vuelta a la costa oeste de EEUU siempre empieza increíblemente temprano. Madrugones a las 3 o 4 de la mañana, taxis a Bilbao en autopistas desiertas, vuelos que abren el aeropuerto con destino a Alemania, controles exhaustivos en los embarques a EEUU (rezando que no nos salga la infame SSSS en la tarjeta de embarque) y vuelo largo diurno al aeropuerto de San Francisco. Un día largo, muy largo. Y al llegar, toca resistir y volver a hacerse otro “Jack Bauer” antes de irse a dormir. Similar al viaje de ida, la melatonina ayuda. El jet lag las primeras tardes de trabajo es bastante duro, pero, por lo general, es más sencillo adaptarse a la vuelta que a la ida.

Vuelta a la jaula dorada y vuelta a la isla en tierra. Vuelta al ritmo de las nueve horas de diferencia.